Derecho Comercial Costarricense
Ana Lucía Espinoza Blanco
Especialista en Derecho Comercial
Ana Lucía Espinoza Blanco
San José, Costa Rica
Apdo. 3360-1000
ph: (506) 2519-7500
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De todo, un poco.
Recopilación de las colaboraciones de la Autora en el Boletín Mensual del Bufete Lara, López, Matamoros, Rodríguez & Tinoco, del cual es socia.
De libros y excomuniones.
Ana Lucía Espinoza Blanco
De seguro habrá oído decir que “es muy tonto el que presta un libro”, a lo cual se suele replicar “y más tonto el que lo devuelve”; lo que tal vez no haya oído decir es que, para 1411, en la Biblioteca de la Universidad de Salamanca se estableció que la sanción por no devolver un libro era la temida excomunión, reservada al Papa, y que el culpable solo sería “absuelto” si devolvía el libro. La llamada “cédula de excomunión” fue pegada en todas las esquinas de la biblioteca y es famosa, por eso la reproducimos aquí:
La sanción no era para menos, ya que aún no había sido inventada la imprenta y los libros se escribían, ilustraban y copiaban a mano. Por eso las bibliotecas eran verdaderos centros del conocimiento y la pérdida de un libro era cosa irreparable. ¡Que suerte tenemos de vivir en estos tiempos en que la mayoría de los libros circulan en versiones electrónicas que podemos leer hasta en nuestros teléfonos!
De todas formas, yo siempre devuelvo los libros que me prestan, y hasta presto los míos; aunque, pensándolo bien, a partir de ahora me propongo hacer firmar una copia de la cédula de excomunión a los beneficiarios de tales préstamos, solo por si acaso...
Pozos de Santa Ana, San José, Costa Rica, 4 de setiembre de 2013.
Publicado en esta página el 16 de enero de 2014.
Si no lo creen, no los culpo.
Ana Lucía Espinoza Blanco
En 1821, recién independizados de España, nos encontramos con que no teníamos normas ni códigos propios, y peor aún, ni siquiera teníamos completos los textos españoles vigentes a la época. De hecho, en 1825 la Asamblea Constitucional le ordenó al Gobierno que recopilara todos los textos antiguos pidiendo al Gobierno Federal centroamericano una colección de las leyes sueltas del Rey y de las Cortes Españolas, reclamando aquellas que no se le hubieren comunicado y las que le hubieren llegado manuscritas.
Esta situación de inseguridad se mantuvo hasta el 30 de julio de 1841, cuando el Jefe de Estado, Licenciado Braulio Carrillo Colina, aprobó el “Código General del Estado de Costa Rica”, mejor conocido como “Código de Carrillo”; y a partir del mismo se prohibió en forma rigurosa que en los procesos judiciales se citaran las leyes españolas y a los autores que las exponían.
Revisando el texto del Código nos hemos encontrado que contiene algunas disposiciones que cuesta creer que formaran parte de nuestro primer código jurídico; para muestra, las siguientes:
1) Regulaba la muerte civil como una pena que consistía en impedirle a una persona toda participación en los derechos civiles; así por ejemplo, el condenado no podía ser heredado, no podía ser tutor, ni podía declarar en juicio.
2) Las promesas de matrimonio o esponsales podían hacerse a partir de los diez años de edad; aunque para casarse el hombre requería al menos 14 años, y la mujer 12.
3) La mayoría de edad se obtenía al cumplir 25 años, y a las siguientes personas mayores de edad se les tenía que nombrar curador: A los que estuvieren en estado habitual de imbecilidad, demencia o furor, también a los ebrios y a los pródigos o disipadores de bienes.
4) Mediante un decreto de 1848, el Congreso Constitucional aclaró varias disposiciones del Código de Carrillo en el sentido de que las Almas del Santo Purgatorio podían ser instituidas herederas en un testamento, siempre que lo heredado a ellas no excediera cierto porcentaje de los bienes del testador.
Pero las regulaciones más increíbles, en nuestro criterio, son las siguientes:
5) Se reguló la dote, indicándose que era una suma de bienes que la mujer o alguien por ella entregaba al marido para “soportar las cargas matrimoniales”. El Código de Carrillo omitió definir cuáles eran esas “cargas matrimoniales” que el marido tenía que “soportar” y por las cuales había que indemnizarlo ¡solo a él y por adelantado!; omisión lamentable, sin duda.
6) Ahora bien, a pesar de que no había dote a favor de la mujer, había “arras”, las que eran consideradas una “donación” hecha por el marido a la mujer como una “remuneración de la dote, virginidad o juventud”. Sin comentarios...
Desconocemos si estas disposiciones se llegaron a aplicar en la realidad, pero lo que sí sabemos es que la parte del Código de Carrillo que las contenía estuvo vigente hasta el 1 de enero de 1888, cuando la derogó el actual Código Civil.
Definitivamente no es cierto que todo tiempo pasado fuera mejor.
Pozos de Santa Ana, San José, Costa Rica, 12 de enero de 2014.
Publicado en esta página el 16 de enero de 2014.
¡La supérstite!
Ana Lucía Espinoza Blanco
Cuando estaba llevando mi último año de la licenciatura en Derecho también trabajaba en la oficina de un abogado. Recuerdo que estaba llevando el curso de Sucesiones y que, con un elevado nivel académico, se usaba en la clase diversas palabras en latín, así por ejemplo, nunca se habló de “viudo” o “viuda”, sino de “supérstite”; ni de “difunto” o “fallecido”, sino de “de cuius” o “de cujus”.
Estaba por finalizar el curso cuando mi jefe me pidió que asistiera en su lugar a una junta de herederos de un cliente suyo que había fallecido, a lo cual accedí con gran nerviosismo y emoción.
El día de la junta llegué al Juzgado y allí encontré a los hijos del “de cujus”, a los cuales había visto en la oficina durante los días previos, por lo que dispuesta a hacer el mejor papel posible, con gran resolución me acerqué y los saludé; luego noté que con ellos estaba una señora mayor a la que no había visto antes, vestida totalmente de negro y con una expresión muy triste, por lo que la saludé diciéndole “Usted debe ser la supérstite ¿verdad?”. La señora me dirigió una fría mirada y con odio contenido me contestó: “No, yo era la señora”, y de seguido me volvió la cara y se negó a hablarme en lo sucesivo, ese día y todos los días que posteriormente llegó a la oficina.
Mi mayor pena fue que, sin quererlo, le había causado un disgusto a la señora, en un momento en que los sentimientos respecto de su difunto esposo de seguro estaban a flor de piel; pero aprendí la lección, a las personas que no son abogadas y sobre todo si están en una situación de vulnerabilidad, no se les habla como si lo fueran y mucho menos en latín.
En mi defensa me dije que, a pesar de estar muerto, el responsable del mal momento sufrido definitivamente era el “de cujus”, viejillo sinvergüenza, ¡por haber dejado más de una supérstite!
Pozos de Santa Ana, San José, Costa Rica, 7 de octubre de 2013.
Publicado en esta página el 16 de enero de 2014.
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